En Euskara a la pequeña tablilla que
hay en el molino harinero, a la cítola o tarabilla, se le llama kalaka, onomatopeya del ruido que hace: kala-kala-kala. Cuando está en marcha,
el molino repite sin cesar: kala-kala-kala.
Con ese interminable kala-kala-kala
habla el molino. Kalaka se refiere asimismo al infinito desparrame de palabras
que se extiende hasta sacar de sus casillas a quien lo sufre. Y kalakari es la persona que lo produce. El
kalakari no tiene compasión con el de
al lado, su verborrea le entra por la oreja al cuitado que tiene enfrente hasta
reventarle el cerebro. Como ese interminable y exasperante kala-kala-kala del molino. Mas el del molino se puede parar
cortando el curso del agua y dando fin a ese interminable traqueteo de la cítora.
¿Cómo parar, en cambio, la palabrería del kalakari?
Da la impresión que en esa lengua carnosa que hace la función de la tablilla
del molino, acoge todos los diccionarios habidos y por haber. Grandes debates
se forman sobre si el kalakari
respira al hablar. Quizás emplea la técnica de la respiración continua que se
utiliza al tocar algunos instrumentos de viento, como la alboka, la que sigue
sonando mientras el músico respira. No hay tema sobre el que no opine
convencido el kalakari y conoce,
además, los sucedidos más curiosos. De la boca del kalakari surgen las palabras a velocidad punta, batiendo records.
El kalakari sale de la misma horma
que el kalanbriatsu y el kalapitalari. Es, al mismo tiempo,
solidario con el tarabilla, versión castellana de la misma tablilla molinera,
ese personaje que habla mucho y apriesa
sin orden ni concierto. Cuando el tarabilla se junta con los tres vascos,
estén donde estén, montan una kalamatika
de la de dios es cristo.
Es un gran riesgo para el narrador
transformarse en kalakari, en tarabilla. Perdido en una borrachera de palabras,
olvidando la razón de contar, puede convertirse en náufrago en el mar de la
narración. Perdido el rumbo, mareado en el balanceo de las palabras, los
cuentos golpearán como olas su embarcación maltratada, y el último lo hundirá.
No sabiendo por qué ni para qué cuenta, del narrador solo se oirá: kala-kala-kala.