Recuerdo las huelgas de juventud en mi
pueblo. Había ocasiones que duraban hasta dos días. La asamblea popular, con la
plaza a rebosar, decidía cómo organizarla, y las discusiones encendidas. En ese
ambiente observábamos a los chiquiteros “profesionales”, a la búsqueda de un
trago. Las sociedades gastronómicas o algún bar perdido en algún barrio,
aplacaban la costumbre diaria. Sí algún día estallaba la revolución en Euskal
Herria, bromeábamos, sería como consecuencia de tener los bares una semana
cerrados. Las tabernas eran, quizás, lo que más se echaba en falta en los días
de huelga. ¿Qué revolución estallaría, en cambio, si no se contasen cuentos
durante una semana en ningún lugar? ¿Qué huelga puede hacer el narrador? ¿Qué
consecuencia tendría? Alguna vez he imaginado una manifestación, grande o
pequeña, en un día de huelga en la que los narradores y narradoras portásemos
una pancarta con la soflama: “¡Hoy no hay cuentos! ¡Los narradores en huelga!”.
Y los niños y niñas, como detrás del Flautista de Hamelín, siguiéndonos con
otra pancarta: “¡Los niños y las niñas con los narradores!”. Y los padres y
madres: “Los cuentos en huelga, ¡nosotros también!”. Y las soflamas al aire:
“Huelga general, cuentos igual!”. Quizás. Más delante o detrás, una pancarta
exclama: “¡No nos contéis cuentos!”. Y nosotros: “Tranquilos, hoy ni había una
vez”.
El narrador, la narradora que tiene la
voz como instrumento de trabajo, callando hace huelga, levantándola para poder
seguir siendo narrador. Para que las sesiones de cuentos puedan existir dejará
de contar, para estar en otros cuentos; convirtiéndose en escuchador de las
historias de otros. Para no ser condenado al silencio, el narrador, la
narradora huelguista, callará sus cuentos, por un día siquiera. Para que las
historias de los demás sean las suyas.