A la hora de hablar sobre cultura surge un primer problema en torno a la
definición de la misma. ¿Qué es la cultura? ¿Cómo se define? Seguramente es
algo que cada cual, aunque no exactamente, podemos sobreentender. De todas
maneras si preguntamos a cualquiera, hasta a nosotros mismos, sobre lo que
entendemos por cultura, las definiciones serán dispares. Esta dificultad ha
tenido sus vaivenes a lo largo de la historia. Desde su definición en relación
a la agricultura, que utilizaban allá por el siglo XVIII, hasta las actuales,
las reflexiones en torno a este tema han sido expuestas por filósofos,
políticos, antropólogos, etnólogos y, si me apuran, por la tertulia habitual
del poteo. Ya los griegos hablaban del cultivo del alma humana para el
desarrollo de la persona. Mucho más tarde se entendía el desarrollo de la
cultura como el paso del ser humano de la barbarie a la civilización. Una
persona culta sería una persona civilizada. En esta continua evolución de los
intentos por definir la cultura, los mismos momentos históricos condicionan su
entendimiento. Así, la Ilustración, base ideológica de la Revolución Francesa,
hacía hincapié en la cultura como instrumento liberador de las personas desde
una perspectiva universal y, al mismo tiempo, individual. La cultura como rasgo
distintivo del ser humano ante el ser animal, como creación humana a lo largo
de los siglos, como signo de progreso, como característica universal, impregna
el cambio que trae la ilustración. Con ello el cultivo de las artes y la
ciencia sufre un impulso tanto técnico como filosófico que marcará el devenir
de las sociedades a partir de entonces. Ante este pensamiento tenemos a los
filósofos románticos alemanes con la idea de lo cultural como definitoria de
una identidad propia, surgiendo el concepto de distintas culturas en función de
distintas identidades nacionales; desarrollando la idea de la cultura como
característica definitoria de diferentes sociedades humanas, de un mundo
heterogéneo y diverso, ante el concepto de universalidad. El orgullo nacional
definido por una cultura propia y diferente de otras. Estos dos
posicionamientos en torno a la cultura llegan hasta nuestros días, cruzándose,
complementándose a veces, marcando, del mismo modo, posturas políticas muchas
veces antagónicas. En definitiva, que esta cuestión de definir la cultura viene
siendo un verdadero quebradero de cabeza, dada su importancia a la hora de
entender el desarrollo de nuestras sociedades y su estructuración, tanto social
como política.
Pero entonces, ¿de qué
hablamos cuando hablamos de cultura? Tratar de buscar una definición actual de
su significación no es tema baladí, aún sabiendo que, tal y como nos enseña la
historia, sea, quizás, algo transitorio y , seguramente, subjetivo. La
importancia de esa necesidad hoy en día, viene dada por el lugar que ocupan las
políticas culturas en las distintas administraciones que nos gobiernan. Las
dinámicas culturales están condicionadas casi en su totalidad por dichas
políticas, tanto directa como indirectamente, a través de ayudas económicas o
de infraestructuras. Todas esas políticas, si bien están envueltas en discursos
parecidos, no llegan a definir claramente ese conglomerado que llamaríamos
cultura y se limitan a ofrecer una serie de servicios dirigidos a la sociedad en
los que prevalece la idea de permitir un amplio acceso al consumo de propuestas
culturales, en clara relación con el uso del tiempo libre.
La cultura como industria
Volviendo a las
definiciones, el departamento de cultura de la Diputación Foral de Gipuzkoa, en
la presentación de los presupuestos de 2016, definía la cultura como “un
sistema de valores que estructura la sociedad. Un instrumento para la
convivencia y la transformación social”. Dentro de esta definición
proponían la actuaciones en el sector bajo dos premisas: el acercamiento de la
cultura a la ciudadanía e impulsar las industrias culturales como fuente de
riqueza y empleo. El mismo diputado de cultura Denis Itxaso, del PSE-EE, al
anunciar la creación de una Unidad de Participación e Innovación Cultural, con
el objetivo de gestionar los grandes proyectos estratégicos, presentaba dicha
unidad como “una muestra de nuestra voluntad de desarrollar iniciativas
culturales transformadoras que sean palanca de cambio en el modelo cultural”.
Vemos, pues, cómo las instituciones, en este caso la Diputación de Gipuzkoa,
entienden el desarrollo cultural a través de grandes inversiones en
infraestructuras, con el objetivo, antes mencionado, de que la cultura sea una
palanca de cambio y transformación social. Pero si nos fijamos bien, todo ese
cambio viene impulsado por las grandes infraestructuras y el impulso al consumo
cultural, siendo estos dos puntos claves en su gestión pública, bajo la idea de
generación de empleo y riqueza, no cultural sino económica.
Vamos viendo, entonces,
que cada vez más el impulso a la cultura viene asociado a un intento de
desarrollo económico que, a modo de binomio fantástico, ayudará a generar
dinámicas de bienestar y modernidad en las personas. Se nos muestra, así, la
cultura ligada a la economía, siendo las instituciones públicas las generadoras
y promotoras de ese impulso. Todo ello hace que el concepto de industrias
culturales tenga cada vez más protagonismo, presentando a éstas como el
motor de la cultura en nuestra sociedad. Desde ese punto de vista, la gestión
de la cultura se ve supeditada a un concepto de mercado en el cual las llamadas
industrias culturales son la piedra angular de un sector identificado, no ya
con esa esperanza de buscar el desarrollo intelectual y humano de las personas,
sino como dinamizador económico. En ningún momento, en cambio, se pone en
cuestión el modelo económico por el cual se regirán dichas industrias y
dinámicas económico-culturales. Vivimos en una sociedad basada en una economía
capitalista en la cual es el mercado quien manda, quien ejerce presión para que
la sociedad viva supeditada a las necesidades de dicho mercado; las cuales no
buscan el necesario desarrollo social, cultural y libertario de las personas
que la componen, no beneficiándose la inmensa mayoría de dichas dinámicas
mercantiles, sino padeciéndolas. Unas industrias culturales integradas en una
economía cultural que no cuestiona el modelo mercantil del que participa, no
hacen sino perpetuar dicho modelo a través de una transmisión cultural cuyo
objeto es el beneficio económico, lo cual condicionará indefectiblemente tanto
el modelo de oferta cultural como el tipo de contenidos ofrecidos. Una economía
cultural basada, dado el modelo capitalista en el que se insertan, en la oferta
y la demanda, no podrá arriesgar en propuestas culturales que pongan en
cuestión la plusvalía que deviene de las dinámicas del mercado capitalista. Las
industrias culturales integradas en dicha economía impulsarían una oferta
cultural basada en la ocupación del tiempo libre que las clases trabajadoras
disfrutan, tiempo libre que se inserta dentro del esquema laboral capitalista,
según el cual el tiempo de asueto no es más que el tiempo necesario para poder
seguir produciendo; por lo cual dicha idea de tiempo libre no es tal desde el
momento que forma parte de la cadena de producción capitalista. La oferta
cultural desarrollada en dicho tiempo no podrá poner en cuestión, aunque pueda
pretenderlo formalmente, esa relación laboral-social, ya que estará inserta en
una idea ocupacional del tiempo libre, complementaria al tiempo de ocupación
laboral.
La izquierda y la cultura
Ante este modelo de
desarrollo cultural la izquierda debería impulsar otro no basado en la idea de
una economía cultural que nos viene dada por el modelo económico en el que
vivimos, sino inspirado por otro tipo de pensamientos que huyan del concepto
economicista de la cultura así como de la idea de un tiempo libre meramente
ocupacional relacionado con el tiempo de trabajo asalariado. Y es importante
que lo haga no solo por la importancia que tiene a la hora de pensar una
sociedad organizada en base a otros valores, sino también por la
responsabilidad que tiene cuando gestiona instituciones en las cuales la
cultura se provee de importantes recursos económicos y estructurales, tratando
de impulsar la estructuración social a través de los mismos. Una izquierda que
se considere transformadora, revolucionaria si se quiere, no puede pasar por
esta cuestión sin plantearse las bases en las que se sustentan sus políticas
culturales, así como su praxis, no solo a la hora de gestionar distintas
instituciones, sino en su política general. Una izquierda que trabaje por una
sociedad más justa, igualitaria y liberadora, no puede dejar en manos de las
leyes del mercado las condiciones económicas y laborales de los trabajadores de
la cultura, más bien al contrario, del mismo modo que en otros sectores
sociales, debería bregar para que los creadores puedan trabajar en condiciones
dignas, ya que el fruto de su creatividad es lo que posibilita, además de otros
dinamizadores, que la cultura exista. No puede haber literatura sin escritoras,
ni teatro sin dramaturgos, actores, técnicos… La danza no existiría sin
personas dedicadas a ella, ni música sin músicos. Del mismo modo debería
preocuparse por facilitar a los activistas culturales poder llevar a cabo sus
proyectos sin que las burocracias los ahoguen. Debe impulsar y promocionar en
la sociedad la importancia de la cultura como un bien social, tal y como lo son
la educación o la sanidad, en contraposición a las ideas y dinámicas
crematísticas; trabajando para que la sociedad en la que vivimos dé importancia
al saber, al pensamiento crítico, al desarrollo intelectual y a los procesos
creativos como riquezas en si mismas, no cuantificadas en monedas, sino en
bienestar social.
Una izquierda que se
considere transformadora, que trabaje sinceramente por el cambio social, tiene
que reflexionar seria y profundamente sobre las políticas culturales a impulsar
tanto desde las instituciones en las que trabaja como fuera de ellas. El
enriquecimiento cultural de los miembros que componen dicha izquierda, así como
de la sociedad en general son indispensables para el cambio social; el impulso
del activismo cultural ha de ser una de las tareas de la izquierda para no
dejar en manos exclusivamente de las instituciones y los agentes económicos una
de las bases que cohesionan la sociedad. Las políticas culturales impulsadas
por las instituciones tienen que complementarse con las dinámicas populares que
se desarrollan fuera de ellas, prevaleciendo el interés público frente a los
intereses económicos. Una izquierda que se precie de serlo, debe reconocerse en
una cultura no consumista, que huya del concepto de mero entretenimiento al que
es abocada sin piedad. Una economía cultural basada en un concepto capitalista
de relaciones económicas nos lleva, paradójicamente, a una aculturación de la
sociedad, relegándola a un imaginario filtrado por los intereses del mercado,
más interesado en su propia existencia que un verdadero desarrollo cultural y
social de las personas.
Quizás la cuestión hoy en
día no es tanto devanarse los sesos en tratar de definir la cultura, cuestión
interesante en sí misma, sino reflexionar sobre la ideología en la que se
sustentan las actuales políticas y dinámicas culturales; identificar los
intereses a los que sirven; impulsar dinámicas y políticas que sirvan a las
personas que componemos la sociedad, que tengan como base potenciar los
impulsos creadores, intelectuales y liberadores de las personas; que defiendan
a los creadores y creadoras ante el mercado, establezcan la cultura como un
bien social a defender y divulgar, alejadas del concepto de un sistema
ocupacional del tiempo libre. En definitiva, entender la cultura como un bien
que nos enriquece como personas y no como un nicho de mercado.