Escritos

ZAPATOS



            El público está situado alrededor del escenario, creando un espacio circular.  En el espacio escénico están esparcidos zapatos, como si alguien los hubiera lanzado desde el aire. Se escuchan sirenas y explosiones lejanas. Todo queda a oscuras. Comienzan a escucharse ruidos de aviones militares. Es un bombardeo. Las el ruido de las explosiones se mezclan con fogonazos. Vienen de todos lados. No se puede adivinar de donde viene el peligro. Cuando termina el bombardeo se ilumina el escenario, pero a por partes, la luz no regresa a la vez. Una mujer esta en mitad del espacio escénico, arrodillada, entre las manos sujeta un par de zapatos infantiles, ensangrentados. Sus ropas son occidentales, aunque del cuello le cuelga un pañuelo multicolor, quizás hasta hace poco le cubría la cabeza. Acaricia los zapatos, como si acariciase una muñeca.

            Tranquilo, por ahora todo ha terminado. No regresarán los oscuros pájaros gigantes. Pero a ti qué más te da. Tus pies no volverán a andar esta tierra maldita. Que más te da a ti ahora el vuelo de los pájaros, sean oscuros o coloridos. Ahora tus pies son libres de andar la tierra que deseen. Tierras negras, secas, húmedas, coloridas, de cemento. Eres más libre sin zapatos. Parece ser que inventaron los zapatos para alejar a las personas de la tierra que habitan, para que su alma no se uniese a esa tierra. Y, cuando al darnos tierra, nos llevamos los zapatos con nosotros. Pero a veces, los perdemos, y entonces sentimos el frío suelo. Sentimos el polvo entre los dedos, las cosquillas de las chinitas, y el calor de la madera. Pero sentimos extraña esa tierra, sin la protección del calzado. Perder los zapatos es perder algo nuestro. Cuando dejamos los zapatos a la entrada de casa, entramos desnudos, enseñando lo que somos. Y ahora me has dejado tus pequeños zapatos. Como si fuera el portal de tu casa.
 (Se calla durante un instante, como si estuviese recordando su casa. Quizás tenía una hermosa casa, con una higuera en la entrada, ofreciendo una agradable sombra en el calor estival. Y al mediodía se extendían fuera de ella los olores de una suculenta comida. Parece sentir durante un momento el olor de aquellos alimentos, pero es un breve instante, casi imperceptible. De repente se vuelve, como si estuviese buscando algo en el espacio)
            (Desesperada) ¿Quién dijo que en la escuela estarían seguros? ¿Quién? ¿Para qué enviar a la escuela a quienes les han robado las palabras? ¿Qué puede aprender quien está condenado a la inexistencia? (Se calla. Acaricia los zapatos que sujeta en los brazos. Más tranquila) De pequeños nos construyeron una escuela. Antes no teníamos. No éramos de allí. Aquel sitio tampoco era de allí. Antes de llegar nosotros tampoco estaba. Era una tierra extensa y seca. Y éramos muchos, demasiados. Niños muchos. Estábamos por cualquier sitio. Y no teníamos escuela. Ni  teníamos casa. En el lugar de donde veníamos sí teníamos una casa. Pequeña. Humilde. Pero la puerta se abría y cerraba con una llave.  Sólo nos quedó la llave de aquella casa, nuestra casa, como señal de la esperanza del retorno. Una llave grande y pesada, imposible de llevar en el bolsillo, teniendo que llevarla colgada de la cintura. Y cuando llegamos a aquel lugar, que sigue siendo este, era nuestro único tesoro. El padre la aceitaba todas las mañanas, para que no se oxidase; decía nuestro padre que si se oxidaba nuestra esperanza también se oxidaría, y olvidada la casa olvidaríamos del mismo modo nuestra alma, perdida en los pasos recorridos.
            Y después nos hicieron una escuela, a los niños. La escuela era el futuro, decían. Nosotros, a los que nos robaron el pasado, soñábamos con el futuro. Y en ese futuro se extendían los paseos, y los bulevares, y paseábamos cogidos de las manos, en las agradables tardes primaverales, de regreso de la universidad. Una mañana trajeron lápices de colores y cuadernos, a saber de dónde conseguidos, y pasamos el día dibujando. La profesora los repartió uno a uno entre todos. Nos dijo que los cuadernos eran las ventanas de la imaginación. Que en un cuaderno entran todos los sueños y una vez fijados allí, aunque se queme el papel, esos sueños no desaparecen jamás. Que los sueños flotan en el aire y que cuando estamos despiertos los respiramos, y que luego, en el sueño, salen al exterior. Que algunos sueños no encuentran la salida al exterior, y entonces enloquecen, y se convierten en pesadillas. Los que aprenden a andar libres, en cambio, nos hacen sentir libres. Por eso aborrecía el aire contaminado, la profesora. “El aire contaminado nos ennegrece el interior y oscurece los sueños”- decía mientras repartía los cuadernos. Y estuvimos todo el día coloreando las hojas. Yo, lo recuerdo muy bien, pinté un gran mar azul, y allí un velero, y en el velero una chica, y en el mástil más alto un pájaro. Y a un lado del velero, siguiendo su navegación, un delfín. Yo no los había visto nunca, ni un velero ni un delfín, pero en una revista con fotos sí. El pájaro era el que teníamos enjaulado en casa, en nuestra casa, en aquella que tenía una puerta con llave. Y la profesora me preguntó hacia dónde se dirigía el velero, a qué puerto. Yo le contesté que navegaba, sin más.  Además, le dije, yo no conocía ningún puerto, yo solo conocía aquellas calles. Y estuvo durante algún tiempo aquel dibujo sujeto en una pared de casa. Hasta que la destruyeron.
           
(Silencio. En al cara se refleja el cambio de un recuerdo a otro. Después de un recuerdo tranquilo y gozoso, le sobreviene un nerviosismo tenso)      Llegaron una mañana. Por delante soldados y tanques. Y de cerca las máquinas demoledoras. Monstruos metálicos. Aquellos que aparecen ni en las peores pesadillas. Pronto no quedaba más que un montón de escombros, y recuerdo llanto desgarrado de mi madre. Hacía poco que perdió a un hijo y ahora la casa. Una vez más. El padre apretaba la vieja llave en su mano, como queriendo hacerla parte de si mismo. Y nosotros sentados en al calle, sin llantos ni lágrimas. Nos habíamos acostumbrado a aquello. Recordé mi dibujo. Imaginé al velero navegando entre un mar de piedras, tratando de escapar de la tempestad. Unos tíos nos hicieron un hueco en su casa. Esa noche soñé con un gran mar azul. Y con un velero. Y siguiendo el viaje del velero un delfín. Y en el mástil más alto el pájaro, y yo de timonel. Ese es el último sueño que recuerdo.
            (La iluminación se atenúa y la mujer se recoge tumbada en el suelo y duerme. Un velero cruza el espacio escénico. Navega en el cuerpo de la mujer. Un pequeño delfín salta y juguetea en su cuerpo. No se escuchan más que el sonido del mar y su brisa. Y del interior de la mujer surge una gran luna, tranquilamente, dulcemente, como si el tiempo no existiera. De repente, la mujer comienza a agitarse en sueños. Le ocurre algo. La imagen onírica del mar desaparece en un suspiro. Se despierta de sopetón, asustada. Luz)

            ¡Sal de ahí! ¡Sal de ahí! ¡Cuidado! ¡Ya vienen
(Se levanta y mira al cielo asustada. Hace algunos gestos, como si estuviese llamando a alguien. Son gestos nerviosos, asustadizos. Puede darnos la impresión de aún duerme, que está sonámbula. Entonces, se despierta. Se mantiene callada mirando alrededor. Mirando el suelo lleno de zapatos. Busca algo con la mirada. Encuentra en el suelo los pequeños zapatos que cuidaba en su seno. Se agacha. Los recoge)
            Los pájaros que llegan con la primavera dicen que traen buenas nuevas. Nos traen noticias de los territorios que han visitado y anuncian el florecimiento de los árboles. Los cantos de los pájaros alegran el día cada vez más largo y los juegos infantiles alumbran las calles. Anunciantes de esperanza, los pájaros. No veo, en cambio, llegar pájaros, no escucho sus cantos, ni distingo el cielo azul en su vuelo zigzagueante. No percibo niños jugando alegremente, ni sus cantos. No anda nadie camino de la escuela, ni siquiera aparece una escuela. Aquí, los únicos pájaros que vuelan tienen las alas de acero, y su canto no es más que un agudo aullido interminable. Cuando llegan anuncian el invierno más cruel, nieve blanca de fuego y racimos explosivos. Los niños camino de la escuela huyen sin rumbo, sin cantos, sin juegos. Y la escuela ha desaparecido. Aquí está prohibido estudiar. Está prohibido huir. Está prohibido comer. Aquí todo está prohibido, hasta la misma muerte se niega. Aquí no somos nadie ni nada, solamente ladrillos de un edificio que revienta. Solo somos sombras condenadas a la inexistencia. Aquí estamos, pero nadie nos ve. Gritamos, pero nadie nos oye. El mundo sufre de sordera. Quien está condenado a la inexistencia sabe que la memoria es su único punto de apoyo, el cordón umbilical que le une a la vida.
            (Acaricia los zapatos. Regresa a la realidad del momento, como volviendo en sí) ¿Y a ti, en que clase de escombro te han convertido? ¿A dónde se ha huido tu sonrisa? ¿A dónde han ido tus pasos pequeños y veloces? Esas pequeñas piernas no te dejaban ir muy lejos. ¿Por qué te traería a este mundo? ¿Por qué darte la vida estando condenado a muerte aún antes de nacer? No tuvimos ni tiempo para las canciones de cuna. Ni cuna tuviste. Y quisiera cantarte una hermosa y dulce canción, pero mi alma, si existiese, está sordo, y está muda. Y, ¿a quién culpar? ¿Tiene alguien la culpa? ¿Es posible lanzar una maldición eterna a los asesinos? ¿Qué hacer? ¿Cómo llorar cuando no quedan lágrimas que derramar?

(Comienza a cantar. Como si le cantara a un niño en el regazo)

Els nenes maques al dematí
S’alcen i reguen
El seu jardí

Jo També rego el meu jardí
Faves i pèsols
Faves i pèsols i julivert

Julivert meu com t’has quedat?
Sense cap fulla
I el cap pelat.

(Ríe. Hablándole al niño)
            ¿Te gusta? ¿Es bonita? No tanto como tú. No, yo tampoco entiendo lo que dice. La aprendí de pequeña, nos la enseñó un joven que llegó de lejos. Vinieron a ayudarnos. Por poco tiempo, ya que se fueron enseguida. O los echaron, no recuerdo. Pero jugaban mucho con nosotros. Y nosotros les tomábamos el pelo (risas), ya que no entendían nada de los que decíamos.
            (Como si cogiera los dedos del niño)Este fue a por leña, este encendió el fuego…

(Silencio. A lo lejos se escucha ruido de aviones. Una nueva razzia. LA mujer mira al cielo, e, instintivamente, protege los zapatos en su regazo)
            Tranquilo, dicen que donde cae una bomba no vuelve a caer otra. Dicen, ¿Pero qué saben esos que pierden su tiempo en estadísticas? ¿Estaban allí? ¿Pusieron, acaso, sus cuerpos debajo de las bombas que caían? ¿No se movieron? ¿Ni un poquito? ¿Qué sabrán ellos? Quizás necesitaran esa información para diseñar aún más eficaces. Cuan perversa es la inteligencia humana. Sueña con la vida eterna mientras piensa en como acabar con la vida, la humana.
(Silencio. Reflexiona)
            Teníamos un perro en casa. Los perros no hacen nada, sino estar. Nacen, están en casa y, en una de estas, mueren. Y en su lugar, seguramente, meteremos otro perro en casa. Nuestro perro era pequeño. De ninguna raza y de todas. Una casa sin niños y sin perro es una casa triste, decía nuestra madre. Y tendría razón, ya que cuando nos quedamos sin perro una áspera tristeza nos embargó. Dicen que los perros pueden oír lo que nuestros oídos son incapaces de captar, y que, como todos los animales, huelen la muerte. Y nuestro perro un día desapareció. Pensamos que iría tras una perra. No nos imaginábamos que huía de los malditos aviones.
            (Acaricia los zapatos como si tuviese el perro entre sus brazos)
            Eso ocurrió cuando destruyeron la casa de las mujeres. (Queda pensativa. Una ligera sonrisa se le dibuja en los labios) Le llamábamos la casa de las mujeres porque solo se reunían allí mujeres, de todas las edades. Los hombres tenían prohibida la entrada, excepto los niños. Aquellas reuniones eran maravillosas. Las mujeres nos contábamos historias de todo tipo; la vida de antaño, anécdotas humorísticas, curiosidades y, sobre todo, cuentos. Adoraba el momento en que alguien comenzaba a contar un cuento. La mayoría de las veces eran mujeres las protagonistas de los cuentos. Había una mujer especialmente habilidosa contando, era muy vieja y las palabras surgían de su boca como flores. De vez en cuando contaba historias infantiles, pero más tarde historias que sólo podían entender las jóvenes y las mayores.  Entonces, yo no entendía aquellas  risas calladas y tímidas, o la algarabía que se montaba. Cuando crecí sí (ríe), entonces sí las entendí. Muchas veces eran los hombres la razón de aquellas risas. También se contaban adivinanzas. A las niñas nos gustaban muchísimo, pero también a las mayores. A veces no daban la solución hasta el próximo encuentro y entonces, no parábamos de preguntar y preguntar. Hay todavía una de aquellas adivinanzas que no he podido resolver. La expuso una mujer que casi nunca abría la boca. Cuando comenzó a hablar todas le miramos extrañadas. Creo recordar lo que contó:
            (Cuenta el cuento adivinanza al público como si fuesen los participantes de aquellas veladas)
            Había una vez tres mujeres que por obra de un encantamiento fueron convertidas en flor y condenadas a pasar su vida en un prado. Una de ellas, en cambio, por la noche se convertía en mujer y podía pasar la noche con su marido, hasta que despuntase el día. Una vez, antes del alba y cuando iba a salir de casa le dijo al marido: “Hoy antes del mediodía, si vas al prado y me sacas de la tierra estaré para siempre contigo.
            Y el marido así lo hizo. La pregunta es, ¿cómo supo el marido la flor que tenía que coger siendo las tres exactamente igual, sin ninguna diferencia entre ellas?”

            Hoy es el día en el que todavía no he podido encontrar la respuesta, aunque de vez en cuando me empeño en ello. Y no se lo puedo preguntar a aquella mujer, ya que desapareció aquel desgraciado día. (De repente comienza a reír ruidosamente. Parece que ha recordado algo) Fue maravilloso aquel día en el que un hombre intentó colarse en la reunión. (Sigue riendo con ganas) Había un hombre que amaba profundamente escuchar cuentos, y la curiosidad le comía las entrañas. Un buen día no se le ocurrió otra cosa que disfrazarse de mujer y aparecer en la reunión. Se dirigió hacia la casa vestido con ropas que se las habría quitado a su mujer, o a su hermana, o a saber a quien. La cara la llevaba muy maquillada. ¿Había que ver aquella figura! (ríe una vez más) Se colocó unas grandes tetas, un mirando para el norte y la otra para el sur. No sé que fijación tienen los hombres con los pechos femeninos. ¡Las tenemos que tener grandes, para parecer mujeres de “verdad”! Quizás es una imagen que se les quedó al mamar siendo bebés; tendrán pegada la imagen de la dulzura materna en algún lugar de la cabeza (se le ocurre algo) ¡o en algún otro sitio! (vuelve a reír escandalosamente). Pues yo misma no tengo grandes tetas, y no tengo ningún complejo. ¡Más de uno seguro que en vez de con tetas sueña con ubres! Pues aquel hombre apareció en la reunión y todas nos quedamos mirándole boquiabiertas, por supuesto, ya que era imposible que fuese lo que quería aparentar, aunque él así lo creyese. La más vieja del encuentro, habló como si no se hubiese percatado de nada. “Bueno, ya sabéis que una vez a la semana, y antes de comenzar la reunión, tenemos que cumplir con una vieja tradición. Tenemos que probar si mantenemos, como es debido, nuestra imagen femenina. Antes de comenzar veremos si todas tenemos bien cuidada nuestra parte de abajo”. Todas nos extrañamos al oír aquello, ya que era la primera vez que lo escuchábamos, pero ella siguió toda seria. Entonces mirando a la “recién llegada” y sin hacer un gesto siquiera le dijo: “Bueno, comenzarás tú, ya que es la primera vez que asistes. Enséñanos tu vagina”. Nosotras no podíamos salir de nuestro asombro. Y si así era la nuestra ni que decir tiene cómo se le quedó la cara al hombre aquel (le viene la risa de nuevo al recordar el hecho). Nosotras aguantábamos la risa como podíamos al ver como se iba poniendo la cara del hombre cada vez más roja, sin saber muy bien qué hacer. Entonces, la que hacía de portavoz, se le acercó y comenzó a bajarle el vestido, ante lo cual el hombre salió como si se lo llevasen los diablos, mientras todas nosotras reventábamos de risa. En aquellas reuniones los hombres tenían prohibido el acceso, y lo que allí se contaba sólo podían escucharlo mujeres, esa era la ley. (Queda pensativa. Vuelve a ser consciente de la realidad que la rodea). Ahora en cambio, ¿qué nos queda? ¡Nada! Solo el recuerdo. Y eso también nos lo niegan. Destruir la memoria. Hacernos creer que antes no existíamos y que es cosa del destino lo que nos ocurre. Nuestra culpa. Nuestra cabezonería. Porque no aceptamos el lugar que nos corresponde. Ellos deciden lo que podemos recordar y lo que no. Nos quieren robar el alma, si es que existe. Imponernos una nueva identidad. Por eso matan a los niños, destruyen las calles y las casas. Sacan los árboles desde la raíz. Queman los campos con sal. Destruyen las semillas de las plantas. Prohíben nuestros cuentos. Para que no tengamos esperanza. Para dejar claro que nuestro futuro está en sus manos.

(Se levanta. Habla como si se dirigiese a alguien. Su voz resuena ahora fuerte y segura)

            ¿Qué nos vas a hacer ahora? ¡¿Qué?! ¿Por qué nos tratas como a perros rabiosos? Al asno atado a la noria del molino le das mejor vida. Tenemos menos valor que las ortigas que pisamos. No merecemos ni la comida que se les echa a los cerdos. ¿Y qué nos queda entonces? ¿Aceptar el destino como viene?   ¿Callar como piedras? ¿Qué nos queda? ¿Menospreciarnos a nosotros mismos creyendo que el error es nuestro? ¿Para eso hemos nacido? Pues no lo conseguirás. No conseguirás embarrar, perder, destruir nuestras palabras, nuestra identidad. Lo único que nos queda es la conciencia de nuestra existencia, eso es lo que nos mantiene dignos. Y esa dignidad la expondremos con rabia, con digna rabia.
            (Pequeño silencio)
            Estoy cansada, sin fuerzas. Tengo el alma, si algo así existe, empapada en lágrimas. Mis pasos no dejan casi marcas en esta tierra maldita. Desearía que todo acabase aquí y ahora. Pero no puedo. Desistir sería enterrar la memoria, embarrar la dignidad, lanzar a la basura los zapatos colocados a la puerta de casa. Abandonar el sueño de pasear por el boulevard de la mano de la persona amada. Olvidar los dibujos de colores. Y los niños y las niñas que vendrán no merecen una escuela sin lápices de colores. No merecen nuestro silencio, ni nuestra villanía. Les debemos el sueño de un extenso mar, donde navegan veleros imperfectos, no en busca de puertos, sino por el mero hecho de disfrutar de la navegación. Acompañados por delfines, con un pájaro cantor en el mástil y una timonel sonriente, con la mirada en el horizonte. Y siempre adelante, siempre adelante, siempre adelante, en compañía del viento.




FIN

            Oscuro. Se proyectan rostros sonrientes de niños y niñas de todo el mundo, de todas las culturas, de la ciudad, del campo, del desierto…; mientras se escucha la canción “Etorriko dira berriz” interpretada por Maddi Oihenart.




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