quarta-feira, janeiro 11, 2012

La historia del niño que quería dibujar una raya


         Jo sabi un conte.

         Una vez un niño estaba extrañado por no ver la línea de la frontera en el suelo, tal y como aparecen en los mapas. “Si no hay rayas, ¿cómo sabes dónde está la frontera?”, preguntó. En lugar de recibir la respuesta demandada, tuvo que escuchar toda una perorata sobre los mojones fronterizos. Pero, seguramente, no iba tan descaminado, ya que si en la realidad no existen esas líneas imaginarias que diferencian dos territorios, ¿cómo podemos saber en cuál de ellos estamos?; sobre todo si quieres contrabandear, o escapar, o, quizás, hacer más interesante el interesante país de esa amante tan interesante.
         El niño no quería saber, en realidad, dónde estaba la línea sino él mismo. Entonces podría decir: “¡He estado en el extranjero!”; y sus compañeros de clase escucharían boquiabiertos las historias de las gentes y los lugares allende la frontera. Por eso quería dibujar una raya en el suelo, para hacer un viaje maravilloso.
         Acaso, para eso están las fronteras, para que contemos historias maravillosas. Pero dejemos ahora al niño dibujando su raya.
         El monte Urdaburu no es un monte alto, es más bien pequeño, de unos 600 metros, fácil de ascender. En cambio, nada más llegar a su pequeña cima una hermosa visión nos rodea. A nuestros pies el bosque de Añarbe, extenso, extraordinario, mágico. Hacia el sur montes hasta el horizonte, salpicados de caseríos, prados y frondosos bosques. Al girarnos, al norte, podremos ver a lo lejos San Sebastián/Donostia y los pueblos de la cuenca del Urumea, rio que bordea el Urdaburu. A la derecha el valle del Oiartzun, alternando lo rural y lo estrictamente urbano; más a la derecha las poblaciones del valle del Bidasoa. Y como fondo de todo ello el mar. En la misma cima del Urdaburu existe un mojón fronterizo, que marca los lindes de tres poblaciones: Donostia, Hernani y Errenteria. Y sentándote encima reflexionas sobre dónde te encuentras en ese momento. No ves líneas divisorias en el suelo. Y piensas: ¿Será este mi mundo? ¿Habrá otro mundo más allá de las montañas y la mar? ¿Cómo se señala nuestro lugar en el mundo?
Escuchemos la historia de esta chica.
         Una joven quiso saber hasta dónde llegaba el mundo. Había oído que allí, a lo lejos, había un precipicio gigantesco, desde el cuál caía el mar al infinito. Decían que aquello era el fin del mundo.
         Se despidió de los de casa y se fue. El viaje era largo, muy largo. Atravesó los montes que veía desde la ventana de su casa, los lindes de su mundo. Desde allá arriba se extendían ante sus ojos verdes prados infinitos. Cruzó bosques y ríos, desiertos y selvas. Conoció lugares y gentes extraordinarios. Y cuando preguntaba sobre el final del mundo le respondían: “Más adelante, más adelante”.
         Recordó la historia de las ovejas.
         Cuando todos los seres vivos hablaban, las ovejas andaban buscando frescos y sabrosos pastos. Pero cada vez que agachaban la cabeza para probar la hierba, esta les decía: “Más adelante mejor, más adelante mejor”. Y seguían adelante sin probar bocado. Pero más adelante recibían la misma respuesta: “Más adelante mejor, más adelante mejor”. Al final la ovejas decidieron: “Aquí mejor, aquí mejor”. Y desde entonces podemos ver en nuestros montes a las ovejas disfrutar de los verdes pastos.
         ¿Dónde acababa el mundo? ¿Más adelante, más adelante? Iba ensimismada en estos pensamientos cuando vio una vieja cabaña. Estaba en mitad de un claro que se abría en el bosque. A la puerta de la cabaña había un hombre sentado, un hombre anciano. Plácidamente sentado.
         Mientras la chica se acerca al anciano os contaré una cosa.
         Una vez, mientras cuidábamos las ovejas, o las ordeñábamos o les dábamos a comer avena, ya sabéis para que se “calentasen” antes de enviarlas a los prados estivales de montaña, Manex me dijo, sin ninguna razón previa, a mi entender por lo menos: “Sigue así, hablando euskara, ya que sin eso no somos nada”. Y siguió con su trabajo. Nacido en aquel caserío de Azkarate, cerca de Saint Jean Pied de Port/Donibane Garazi, estuvo de pastor emigrante en Estados Unidos, en Nevada, y regresó para hacerse cargo del caserío, con sus ovejas y sus viñas. Ese mundo suyo casi exclusivamente sólo existía en euskara, siendo el francés un idioma algo extraño en su boca.
         Cada quince días cruzaba en tren la frontera en Hendaia de regreso al caserío. Allí montaba en otro tren hasta Baiona, y después, en un tercer tren, llegaba hasta Garazi/ St Jean Pied de Port. Cada vez, en el puente internacional la policía me sacaba de la fila y me hacía esperar mientras hacían “comprobaciones” con mi documento de identificación. Después me dejaban seguir. Cruzar la frontera no era tan libre. Cuando llegaba al caserío, la única documentación era el idioma, ya que la existencia no estaba en un número de un documento de identificación.
         Dejemos estas cosas y sepamos qué le ha ocurrido a la joven, la que hemos dejado acercándose a la cabaña del anciano.
         El anciano estaba sentado a la puerta de su cabaña, plácidamente. Ha visto acercarse a la joven. Al llegar a su lado, se han saludado. El hombre invita a la joven a sentarse y le pregunta qué le ha llevado hasta aquel apartado lugar. La joven le responde: “Estoy haciendo un viaje para saber dónde acaba el mundo”. El hombre, después de un silencio vuelve a preguntar: “¿Por qué?”. “No sé, por curiosidad quizás; pero querría conocer lo que existe más allá”. “Yo –dijo el anciano-, no conozco más que estos lugares. Esta cabaña mía, los prados de alrededor, el bosque y esos montes. Ese es mi mundo, pero me gusta sentarme aquí, tranquilamente y observar, descubrir a cada momento nuevos detalles, el constante cambio de la naturaleza. Y conocer cada día algo nuevo o alguien. Tú, por ejemplo. Seguramente el mundo será extenso, inabarcable para mi imaginación, la pregunta en cambio es: ¿qué lugar tengo yo en ese mundo? ¿Tú has encontrado tu lugar en el mundo haciendo ese viaje?”
         La joven no supo qué responder. Sentada al lado del anciano observó los alrededores, los prados, el bosque, los montes, escuchó sus sonidos, miró el riachuelo.
         ¿Qué estará haciendo el niño que hemos dejado dibujando una raya? Veamos. En el parque cercano a su casa comenzó a pintar una raya; fue continuando esa línea hasta darle la forma de una casa. Al final había dibujado una preciosa residencia. Después se colocó dentro y dijo: “Esta es mi casa”. Alguien, seguramente una persona adulta, le dijo: “Pero no le has puesto puerta a tu casa, sólo el hueco, si te descuidas entrarán los ladrones”. Entonces el niño respondió: “La casa no tiene puerta para que venga de visita quien lo desee; una casa sin amigos ni visitas es una casa triste y aburrida”.
E cric cric
Mon conte es finit
E cric crac
Mon conte es acabat
Passi per mon prat
Ambe una culhèra de favas que m’n donat.

Escrito leído en los Encontres Literaris 2penents. Rencontres litéraires des deux versants pyrénéens, celebrados en Pau (Bearn-Occitania), con el lema "Fronteras"
http://www.hestivoc.com/Rencontres_Litteraires.99.2.html

terça-feira, janeiro 10, 2012

El hombre que perdió la memoria

La memoria es un barco que navega. Entre tormentas y mares en calma. Y cuando arriba a un puerto recuerda la navegación.
Y aquel hombre perdió la memoria.
Era un náufrago en la vida. No recordaba nada de lo que vivió, por lo que inventó su vida. Y contaba  todos lo que ocurrió sin haber ocurrido.
Un buen día llegó un joven que lo reconoció. Conocía sus recuerdos olvidados y su memoria perdida. Y se la contó.
El hombre que había perdido su memoria pensó. Valoró su vida anterior. Valoró sus recuerdos traídos por aquel joven. Y decidió.
El hombre que perdió su memoria decidió prescindir de ella. No amaba navegar por mares procelosos ni océanos interminables. Prefirió aquel puerto donde un día atracó.
Y el hombre murió. Y aquel joven recordó su memoria. Pero nadie le creyó.