Ocurrió en un pueblo pequeño que
esperaban impacientes la llegada de un narrador. Era conocido aquel contador de
historias, y allí donde iba la gente se agolpaba para escuchar sus hermosos
relatos y su verbo florido. En las calles, tiendas y tabernas no había otra
conversación. El domingo anterior al evento el sacerdote contó desde el púlpito
parábolas bíblicas, avisando que esas eran las únicas narraciones que merecían
la pena y advirtiendo que solo la palabra de Dios era maravillosa.
Llegó el día. Media hora antes el
pequeño teatro estaba repleto en espera del narrador. Cuando faltaban pocos
minutos llegó. Entró en el teatro, pero en vez de acceder al escenario
directamente, avanzó por el pasillo central. Los murmullos callaron en un
silencio impregnado de curiosidad. El narrador caminaba ensimismado, tranquilo,
como si no hubiese nadie. Por aquella pequeña escalera accedió al escenario.
Colocándose en el centro miro al público expectante. Justo al dar la hora de
comienzo de la sesión, el narrador respiró profundamente y con una voz quebrada
dijo: “No hay nada”. Y descendiendo del escenario se alejo por donde vino.
En los siguientes días, semanas y meses
hubo comentarios e interpretaciones de todo tipo. Surgieron multitud de
versiones sobre aquella sesión de cuentos; y los abuelos lo relataban a los
nietos. En aquel pueblo nunca más contrataron un narrador de cuentos.
Publicado originalmente en euskara en el diario GARA