Al acabar las vacaciones de verano y
regresar a la escuela, las historias veraniegas se adueñaban del recreo. Los compañeros
que volvían de, sobre todo, Castilla y Extremadura, tenían decenas de anécdotas
que contar. Un viaje interminable, muchas veces más de un día, en tren,
autobús, coche y hasta en carro, para llegar al pueblo. Allí, en aquel lejano lugar, se encontraban con otros
llegados como ellos de distintos y alejados lugares, cada cual con sus
historias. Noches calurosas, campos interminables; ¡lejos del mar! Y estábamos
algunos, pocos, que en vez de ir al
pueblo, nos quedábamos en el pueblo.
nuestros viajes llegaban ahí al lado, hasta San Sebastián, Hondarribia, en autobús
o tren, a la playa. A veces, andando,
hasta el caserío de los tíos, en Lezo, el pueblo de al lado. O a casa del vuelo,
en Gaztaino, un barrio cercano. O a Pasajes de SanJuan, a bañarnos al mar. O al
barrio de Karrika en Oiartzun, al rio.
El
barrio se medio vaciaba en verano. Y en septiembre imaginábamos esos largos
viajes realizados por los compañeros de clase o del barrio, “¿a dónde diablos
han ido viajando tantas horas?”. El pueblo se convertía en un lejano lugar
imaginario para nosotros, donde todo era diferente, y todo era posible.
Los
niños y niñas crean su propio imaginario desde sus relaciones vitales y
experiencias. Tratar de entender ese mundo es labor de quien narra. ¿Qué
sorprende al niño? ¿Cómo son sus viajes imaginados? ¿Cuál es la dimensión del
mundo desde su visión? ¿Todo ello cómo influirá en la medida que vaya
creciendo?
Hay, en cambio, niños y niñas a quienes
se les niega un imaginario libre, que se lo revientan. En las escuelas de los niños
y niñas masacrados en Gaza no revienta la imaginación sino las bombas. Pero,
quizás, no han perdido la capacidad de imaginar su pueblo, donde juegan libres
en la playa.