quarta-feira, junho 09, 2010

Koldo Ameztoy narra el mito de Aracne

El narrador vasco Koldo Ameztoy presenta un nuevo espectáculo de narración sobre el mito de Aracne, junto a diversos músicos y una acróbata. La narración vasca tiene en Koldo su representante más innovador.

Arachnée... sur la toile

Voilà qui était tentant : mettre Arachnée sur la toile...
C'était à l'automne dans le cadre des Rencontres en Vasconie qui réunissaient la Compagnie Lagunarte et le collectif ça-i, avec Koldo Amestoy, Serges Mahourat et de nombreux musiciens. Koldo racontait la légende d'Arachnée... Avec lui, suspendue à sa corde-fil, la trapéziste Laetitia Vieceli. Le décor projeté est de Coline Hateau.
Photos : collectif ça-i





terça-feira, junho 08, 2010

Somos lo que escuchamos


“¿Puede alguien de vosotros contar una historia?”. Los narradores de la noche. Rafik Schami

Somos lo que contamos, pero, sobre todo, somos lo que cuentan. Y un hombre perdió la palabra. De repente, no salía ninguna palabra de su boca. Decía que el sueño le robó la palabra. Que se quedaron en los sueños, sin poder salir de allí, eso pensaba. Creía que tuvo una pesadilla. O que había hablado demasiado y las palabras se cansaron, perezosas para despertarse. Quizás el roncar tendría algo que ver. Alguna vez oyó decir que los ronquidos rompían las palabras, que por eso muchas veces, al despertar, las palabras salían torpes. Eso le ocurría muchas veces, pero luego se recuperaba. En esta ocasión, en cambio, se perdieron completamente, en algún atajo del sueño. Y lo peor era que no sabía si la enfermedad duraría un tiempo o se quedaría así para siempre. Mientras tanto, tendría que acostumbrarse a vivir sin decir palabra. Y descubrió nuevos mundos. Escucho sonidos desconocidos hasta entonces. Los ecos de los pasos de la gente. El reventar de las gotas de lluvia en las calles. Los murmullos de la gente en los rincones. Sus pasos. Su respiración. Aprendió también a mirar. Los gestos de los amigos, los detalles de sus andares. Desde que perdió la palabra descubrió nuevos territorios fantásticos, en casa y en la calle.

Recuerdo que de pequeño, me despertaba el eco de los tacones de una mujer que descendía, apresurada, camino del trabajo, por la cuesta de Galtzaraborda. Y esos tacones presurosos me recordaban el tiempo que me quedaba para ir a la escuela. Un poco más tarde, bajo la ventana, un coche se ponía en marcha. Todavía el día no había comenzado y el tener aún tiempo para dormir hacía que me envolviese más gustosamente en las sábanas. Todavía hoy, el lugar del reloj lo ocupan distintos sonidos madrugadores. Son ruidos nocturnos. El camión de la basura, sobre las dos. Hacia las cinco, la radio de la furgoneta del repartidor de pan. Más tarde, hacia las seis, el maldito ruido de la maldita máquina barredora. Y a partir de aquí distintos ruidos y sonidos se van uniendo al nuevo día. Hay, en cambio, sonidos que pasan si que nos demos cuenta. Que los ruidos de la ciudad, o los nuestros, nos impiden oírlos. Sonidos comunes, sin importancia, humildes, pero que nos ayudan en nuestra cotidianeidad. El sonido de las llaves, cuando estamos deseosos de llegar a casa y bailan en nuestras manos. Serían anunciadores de nuestro descanso, si les prestásemos atención. El ritmo de la respiración del amigo cuando habla, que, quizás, nos indica otra intención en lo que nos cuenta. Cuando caminamos por la calle, el sonido de la música que sale de una casa, mostrando la intención socializadora de quien o quienes la habitan. Cuando llueve, el sonido del tremolar de las gotas que caen de los tejados. Nuestras calles, y nosotros mismos, estamos hechos de pequeños sonidos y ruidos, que nos acompañan durante toda la vida, como una banda sonora no buscada de nuestra vida.

Y por la ventana llegan las notas de un violín. Sentado en un banco de la calle, un hombre juega con los sonidos que hace surgir de las cuatro cuerdas. Son composiciones conocidas, pero con un alma propia. La música, como muchas acciones humanas, es juego, y ese juego es lo que nos atrae. Delante suyo hay una pequeña caja de cartón, para quien lo desee deposite unas monedas. No parece una situación extraordinaria, sino bastante común, como muchas que ocurren en nuestras calles. Los transeúntes van de un lado a otro. Alguien detiene su marcha unos segundos para depositar unas monedas. El músico se lo agradece sin dejar de interpretar la pieza.

Y el granizo golpea rítmicamente los tejados y las calles, creando gran estruendo. Todo se para durantes unos instantes. La gente busca refugio. Esta caída celestial está en boca de todos. Y cuando cesa, se puede escuchar el ruido de los trozos de hielo al romperse bajo los zapatos, y el chapotear en los charcos. Cuántos pequeños ruidos, y sonidos, y ecos de vida no perderemos en nuestros pueblos y ciudades. Andamos a prisa, recogidos en nosotros mismos, sin poner atención en los pasos del otro, al sonido y al ritmo de sus palabras. Como el corazón, la ciudad tiene sus latidos, señal de que está viva. Silenciarlos es como silenciar su corazón. Silenciarse no es, simplemente, callarse, quedarse sin decir nada, o sin saber qué decir; callarse es también dar descanso a la mente. Como en la música, al hablar el silencio también tiene su valor, dándole ritmo al significado del discurso. Como el corazón con sus latidos expresa nuestro ritmo de vida, los silencios en el discurso expresan el ritmo de nuestros pensamientos. De todas maneras, como el corazón, los discursos también pueden estar afectados de arritmia, o al borde del infarto. A pesar de ello, tendríamos que saber diferenciar cuando callamos y cuando nos mandan callar, cuando nos niegan la palabra. Si no sabemos la diferencia es inútil; entonces no escucharemos los sonidos de nuestras calles, y los mundos maravillosos que ofertan no crecerán en nosotros.