El poeta Joseba Sarrionandia escribió que el euskara es nuestro único territorio libre. El idioma como territorio de libertad. Aún no siendo una idea original, siempre nos hace reflexionar sobre la importancia de esa creación humana tan etérea, y al mismo tiempo, tan telúrica, como es el lenguaje. La lengua como lugar donde se desarrollan nuestras vidas. Instrumento de expresión y creación, que surge de increíbles y desconocidas conexiones neuronales, corrientes eléctricas que surcan nuestro cerebro, construyendo, o colaborando al menos, en ser lo que vamos siendo.
Las personas que nos dedicamos al oficio de relatar historias nos adentramos en ese territorio libre, donde todo es posible. Al construir mundos imposibles, entrando en esas conexiones neuronales de quien escucha nuestras historias, supone una responsabilidad extraordinaria, primero para con nosotros mismos. Imaginar lo que acontece en un relato es imaginar lo que podría ser; por lo tanto es imprescindible que al abordar una narración seamos capaces de imaginar ese territorio libre que habita en las palabras; ¿cómo, sino, podremos trasladar todo ello a la imaginación de quienes nos escuchan? Pero ese viajar por el territorio tan familiar y, al mismo tiempo, desconocido del lenguaje exige investigar, estudiar, conocer los recovecos del idioma. Del mismo modo que la capacidad de andar no nos asegura por si misma el poder correr un maratón, no es suficiente con pensar que por el mero hecho de hablar un idioma la capacidad para contar cuentos viene dada. Si de verdad queremos transitar por ese único territorio libre que, parece ser, nos queda, será necesario conocerlo, descubrirlo, hacerlo nuestro; para saber por donde pisamos; para imaginar hacia donde queremos ir; para descubrir nuevos caminos; para jugar con las palabras, que es jugar con nosotros mismos y con los demás. Para, en definitiva, disfrutar compartiendo ese maravilloso territorio.
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