Jo sabi un conte.
Una vez un niño estaba extrañado por no
ver la línea de la frontera en el suelo, tal y como aparecen en los mapas. “Si no hay rayas, ¿cómo sabes dónde está la
frontera?”, preguntó. En lugar de recibir la respuesta demandada, tuvo que
escuchar toda una perorata sobre los mojones fronterizos. Pero, seguramente, no
iba tan descaminado, ya que si en la realidad no existen esas líneas
imaginarias que diferencian dos territorios, ¿cómo podemos saber en cuál de
ellos estamos?; sobre todo si quieres contrabandear, o escapar, o, quizás,
hacer más interesante el interesante país de esa amante tan interesante.
El niño no quería saber, en realidad,
dónde estaba la línea sino él mismo. Entonces podría decir: “¡He estado en el extranjero!”; y sus
compañeros de clase escucharían boquiabiertos las historias de las gentes y los
lugares allende la frontera. Por eso quería dibujar una raya en el suelo, para
hacer un viaje maravilloso.
Acaso, para eso están las fronteras,
para que contemos historias maravillosas. Pero dejemos ahora al niño dibujando
su raya.
El monte Urdaburu no es un monte alto,
es más bien pequeño, de unos 600 metros, fácil de ascender. En cambio, nada más
llegar a su pequeña cima una hermosa visión nos rodea. A nuestros pies el
bosque de Añarbe, extenso, extraordinario, mágico. Hacia el sur montes hasta el
horizonte, salpicados de caseríos, prados y frondosos bosques. Al girarnos, al
norte, podremos ver a lo lejos San Sebastián/Donostia y los pueblos de la
cuenca del Urumea, rio que bordea el Urdaburu. A la derecha el valle del
Oiartzun, alternando lo rural y lo estrictamente urbano; más a la derecha las
poblaciones del valle del Bidasoa. Y como fondo de todo ello el mar. En la
misma cima del Urdaburu existe un mojón fronterizo, que marca los lindes de
tres poblaciones: Donostia, Hernani y Errenteria. Y sentándote encima
reflexionas sobre dónde te encuentras en ese momento. No ves líneas divisorias
en el suelo. Y piensas: ¿Será este mi mundo? ¿Habrá otro mundo más allá de las
montañas y la mar? ¿Cómo se señala nuestro lugar en el mundo?
Escuchemos la historia de esta chica.
Una joven quiso saber hasta dónde
llegaba el mundo. Había oído que allí, a lo lejos, había un precipicio
gigantesco, desde el cuál caía el mar al infinito. Decían que aquello era el
fin del mundo.
Se despidió de los de casa y se fue. El
viaje era largo, muy largo. Atravesó los montes que veía desde la ventana de su
casa, los lindes de su mundo. Desde allá arriba se extendían ante sus ojos
verdes prados infinitos. Cruzó bosques y ríos, desiertos y selvas. Conoció
lugares y gentes extraordinarios. Y cuando preguntaba sobre el final del mundo
le respondían: “Más adelante, más
adelante”.
Recordó la historia de las ovejas.
Cuando
todos los seres vivos hablaban, las ovejas andaban buscando frescos y sabrosos pastos.
Pero cada vez que agachaban la cabeza para probar la hierba, esta les decía:
“Más adelante mejor, más adelante mejor”. Y seguían adelante sin probar bocado.
Pero más adelante recibían la misma respuesta: “Más adelante mejor, más
adelante mejor”. Al final la ovejas decidieron: “Aquí mejor, aquí mejor”. Y
desde entonces podemos ver en nuestros montes a las ovejas disfrutar de los
verdes pastos.
¿Dónde acababa el mundo? ¿Más adelante,
más adelante? Iba ensimismada en estos pensamientos cuando vio una vieja
cabaña. Estaba en mitad de un claro que se abría en el bosque. A la puerta de
la cabaña había un hombre sentado, un hombre anciano. Plácidamente sentado.
Mientras la chica se acerca al anciano
os contaré una cosa.
Una vez, mientras cuidábamos las
ovejas, o las ordeñábamos o les dábamos a comer avena, ya sabéis para que se
“calentasen” antes de enviarlas a los prados estivales de montaña, Manex me
dijo, sin ninguna razón previa, a mi entender por lo menos: “Sigue así, hablando euskara, ya que sin eso
no somos nada”. Y siguió con su trabajo. Nacido en aquel caserío de
Azkarate, cerca de Saint Jean Pied de Port/Donibane Garazi, estuvo de pastor
emigrante en Estados Unidos, en Nevada, y regresó para hacerse cargo del caserío,
con sus ovejas y sus viñas. Ese mundo suyo casi exclusivamente sólo existía en
euskara, siendo el francés un idioma algo extraño en su boca.
Cada quince días cruzaba en tren la
frontera en Hendaia de regreso al caserío. Allí montaba en otro tren hasta
Baiona, y después, en un tercer tren, llegaba hasta Garazi/ St Jean Pied de
Port. Cada vez, en el puente internacional la policía me sacaba de la fila y me
hacía esperar mientras hacían “comprobaciones” con mi documento de
identificación. Después me dejaban seguir. Cruzar la frontera no era tan libre.
Cuando llegaba al caserío, la única documentación era el idioma, ya que la
existencia no estaba en un número de un documento de identificación.
Dejemos estas cosas y sepamos qué le ha
ocurrido a la joven, la que hemos dejado acercándose a la cabaña del anciano.
El anciano estaba sentado a la puerta
de su cabaña, plácidamente. Ha visto acercarse a la joven. Al llegar a su lado,
se han saludado. El hombre invita a la joven a sentarse y le pregunta qué le ha
llevado hasta aquel apartado lugar. La joven le responde: “Estoy haciendo un viaje para saber dónde acaba el mundo”. El
hombre, después de un silencio vuelve a preguntar: “¿Por qué?”. “No sé, por
curiosidad quizás; pero querría conocer lo que existe más allá”. “Yo –dijo el anciano-, no conozco más que estos lugares. Esta
cabaña mía, los prados de alrededor, el bosque y esos montes. Ese es mi mundo,
pero me gusta sentarme aquí, tranquilamente y observar, descubrir a cada
momento nuevos detalles, el constante cambio de la naturaleza. Y conocer cada
día algo nuevo o alguien. Tú, por ejemplo. Seguramente el mundo será extenso,
inabarcable para mi imaginación, la pregunta en cambio es: ¿qué lugar tengo yo
en ese mundo? ¿Tú has encontrado tu lugar en el mundo haciendo ese viaje?”
La joven no supo qué responder. Sentada
al lado del anciano observó los alrededores, los prados, el bosque, los montes,
escuchó sus sonidos, miró el riachuelo.
¿Qué estará haciendo el niño que hemos
dejado dibujando una raya? Veamos. En el parque cercano a su casa comenzó a
pintar una raya; fue continuando esa línea hasta darle la forma de una casa. Al
final había dibujado una preciosa residencia. Después se colocó dentro y dijo: “Esta es mi casa”. Alguien, seguramente
una persona adulta, le dijo: “Pero no le
has puesto puerta a tu casa, sólo el hueco, si te descuidas entrarán los
ladrones”. Entonces el niño respondió: “La
casa no tiene puerta para que venga de visita quien lo desee; una casa sin
amigos ni visitas es una casa triste y aburrida”.
E cric cric
Mon conte es finit
E cric crac
Mon conte es acabat
Passi per mon prat
Ambe una culhèra de favas que m’n donat.
Escrito leído en los Encontres Literaris 2penents. Rencontres litéraires des deux versants pyrénéens, celebrados en Pau (Bearn-Occitania), con el lema "Fronteras"
http://www.hestivoc.com/Rencontres_Litteraires.99.2.html
http://www.hestivoc.com/Rencontres_Litteraires.99.2.html
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