Al contar con adolescentes suele
gustarme, antes de finalizar la sesión, sacar las cartas del Tarot y pedir un
voluntario. El voluntario, o la voluntaria se coloca a un lado de la mesa y yo
al otro; y alrededor se posiciona el resto de la clase. Quien se ha ofrecido
para el “experimento” se le nota algo nervioso; es normal, ya que se enfrenta, en
busca de respuestas, ante sus dudas vivenciales. Los compañeros se muestran
curiosos, pero aguzados por las mismas inquietudes vitales. Según se muestran
las cartas, le hablo a la persona que tengo enfrente sobre aquello que demanda.
El silencio se corta y la cara del voluntario, o voluntaria, así como los
gestos sutiles, son reflejo de sus reflexiones. Al acabar y levantarse de la
mesa el joven, la joven, se marcha en silencio, no antes de formularme la
última pregunta: “Pero esto, ¿es verdad o mentira?”
Contar cuentos es situarse ante las
preguntas y dudas de la vida, transmitiendo estas a quien escucha, para que él
también reflexione sobre las suyas. El binomio verdad/mentira nos pone ante lo
absoluto; blanco o negro, izquierda o derecha. Estando las personas humanas
fuera de lo absoluto, al ser un navío de dudas, el situarse ante esa dicotomía
dificulta lo maravilloso de la vida misma, alejando su magia. Y los cuentos
tienen en esa magia su esencia, su reflexión, apartando el binomio
verdad/mentira, la belleza de los senderos dubitativos.
Para contarle al adolescente que va a
tener cambios en la vida y para ello contará con la ayuda de una o más
personas, no hace falta, está claro, una habilidad especial para interpretar
esas cartas que hablan desde la mesa, sino entender lo que significa ser un
adolescente ante el porvenir. Nos gusta, en cambio, escucharlo con lo
maravilloso de una historia. Los narradores, una cuadrilla de mentirosos. ¿O
no?
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