"Quien canta su mal espanta", reza el refrán, mas ¿quien cuenta que males espanta?, ¿espanta alguno?, es más ¿qué pretende quien cuenta?. Una vez me llamaron para contar en un pequeño pueblo de navarra, Arano. Dicen que es el único pueblo de Navarra desde el que se divisa la mar. Pero quizás lo más importante es que en ese pueblo nació y se crió mi abuelo, hecho que, tal vez, no sea tan determinante para la humanidad, pero sí para mi imaginario. Diminuto pueblo enclavado en un alto a mitad de camino entre Hernani y Goizueta, y a unas tres horas de caminata desde mi pueblo, atravesando un maravilloso bosque de hayas, robles y castaños. Pueblo rodeado de montes y cromlechs (construcción funeraria megalítica, inspiradora de la teoría del vacío en Oteiza). El caso es que me llamaron para contar cuentos. Sesión entrañable para mí ya que iba a contar historias allí desde donde surgieron muchas historias familiares. Disfruté de la sesión, pero unas semanas después una narradora amiga me contó. Ella estuvo contando después de pasar yo y, claro, le comentaron mi presencia, pero le contaron algo más. Una mujer mayor recién enviudada decidió asistir con una amiga a mi sesión, para de esta forma olvidarse de su pena escuchando cuentos. No esperaba que alguna historia tratase el tema de los cementerios y la muerte. Pobre mujer. ¿Qué pensamientos y sentimientos circularían por su ser escuchando tal historia? ¿A qué lugar se trasladaría sin el conocimiento del narrador? ¿A donde viaja la palabra en el entendimiento del que escucha?
El narrador que avienta palabras, ¿hacia dónde navega? ¿Qué mares invita a transitar? Quién cuenta debería saber que las historias no pertenecen a si mismo, sino a quien las embarca en su nave, pero para ello el narrador también habrá de embarcar.
¿Quien cuenta su mal espanta? Complicada respuesta, aunque puede ser que la encontremos en ese lugar común que es la comunicación humana.
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